6.2.17

Abre el portón y me recibe con una sonrisa, con sus dos manos toma mi cuello y, sin dejar de sonreír, me da un beso de bienvenida. Por algún motivo me siento cómoda. Caminamos por el pasillo del patio hasta llegar a la puerta de la casa, en silencio: la cubana del alquiler no puede enterarse de nuestra presencia. Una vez dentro del departamento y después de un simple "como en tu casa, che, ahí están los vasos y el destapador", entro en una dimensión en la que sólo estamos él y yo y la cual se convierte en mi lugar favorito instantáneamente. Mientras él termina de juntar las cosas de la cena que le quedaron sobre la mesa, tratando de ocultar -de manera imposible- un desorden general que en realidad produce una sensación placentera y hogareña, miro a mi alrededor visualizando la mayor cantidad de detalles posibles, porque sé que voy a querer recordarlos más vivamente en unos días. En la mesa hay muchos papeles que, aunque parecen importantes, están desprolijamente acomodados sobre ésta junto a más objetos que no observo con atención (creo que hay ¿unas medialunas? Me dice que están hace días ahí). Un cenicero, con colillas de cigarrillo dentro y alguna que otra tuca. Más allá: dos camas, separadas por un escritorio con computadora y más objetos, ambas deshechas, la de la izquierda es la suya y la de la derecha es de Diego, más conocido como el raro. Sobre la mesada de la cocina, entre platos, cubiertos y una taza de boca (me río porque es de river), veo dos plantines, me las muestra y me comenta que todavía son muy bebés para entrar en el indoor que tienen ubicado en la parrilla. Inmediatamente abre una puerta que descubre el indoor escondido dentro de la parrilla y, después de que mis ojos se acostumbran a la brillante luz, veo las plantas. Me habla de ellas con gran pasión, describe cómo fue construido el artefacto y me cuenta que el raro las cuida como si fuesen sus hijas. De fondo, desde el televisor, suena bajito un cantante de rap que ya no recuerdo su nombre, pero no me disgusta. Riega con cuidado a las bebés y a sus hermanas mayores y yo saco de la heladera la cerveza y sirvo dos vasos. Cuando termina su trabajo como padrastro, me agradece al alcanzarle el vaso y se tira sobre su cama mientras me cuenta lo difícil que está resultándole conseguir un departamento para mudarse solo. Me siento a su lado con la cerveza y lo escucho atentamente descargar sus quejas al respecto, en las manos sujeta un porro -que nunca vi cuándo agarró ni de dónde lo sacó, aunque supongo que estaba sobre el escritorio- y le alcanzo el encendedor de mi cartera, de la cual también saco mis cigarrillos, y el cenicero que ya había visto sobre la mesa y vuelvo a sentarme. Pitadas van, secas vienen, seguimos charlando ya acomodados sobre la cama como si fuese nuestro lugar en el mundo, sólo nuestro. Sonríe, me abraza, me hace mimos, sigue charlando, me da unos besos, sigue fumando. El porro se consume, varios cigarrillos desaparecen de mis manos rápidamente sin darme cuenta. Me hace sentir internamente cosas desconocidas hasta entonces. Me siento bien, me siento cómoda. Después de una larga noche, después de una especie de siesta, con la luz del día que entra por la ventana, también entra el raro que vuelve de trabajar. Charlamos vagamente, con sueño, prendemos uno que trajo el raro del trabajo. Después de media hora de charla y morseada en la cama, me abre la puerta. Con la misma sonrisa que me recibe, me despide con un beso de esos que te hacen cosquillas en todo el cuerpo y te ablandan las rodillas, me agradece el haberme quedado a dormir con él, disculpándose entre risas por haberme empujado de la cama dormido, y me dice una vez más lo bien que la pasa conmigo. Un beso más y me doy vuelta para caminar esas 9 cuadras que me separan de casa, escucho a mis espaldas un "avisame cuando llegues, Lu" y, sintiendo que camino entre nubes bajo el pesado rayo del sol, enumero en mi mente uno por uno todos estos recuerdos que ahora relato, sonriendo y recordando. Sonriendo y sintiéndome bien, sintiéndome cómoda.

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